Hay decisiones que una organización toma no porque resulten cómodas, rápidas o visibles, sino porque son necesarias para sostener el futuro que quiere construir.
En la Administración pública ocurre con frecuencia: proyectos que exigen paciencia, conversaciones que remueven inercias y renuncias que casi nadie ve, pero que sostienen transformaciones de gran calado.
La innovación pública pertenece a esta categoría: no es un adorno, ni un acto voluntarista, ni un experimento para tiempos de bonanza; es, cada vez más, una inversión con retorno diferido: solo madura con el tiempo, pero cuando lo hace genera un impacto que difícilmente podría haberse alcanzado por otras vías.
Elegir el largo plazo en lo público implica asumir un principio poco popular en la lógica administrativa: no todo se puede medir en el próximo trimestre.
La modernización de procesos, la digitalización de servicios o la implantación de métodos de trabajo más colaborativos son apuestas cuyo rendimiento no se aprecia en las primeras semanas. En ocasiones, incluso parecen empeorar la situación inicial porque obligan a reorganizar rutinas, revisar procedimientos o asumir que habrá momentos de incertidumbre. Sin embargo, cualquier profesional que haya afrontado una transformación profunda sabe que esta incomodidad inicial es parte inseparable del proceso.
Este principio se hace evidente cuando las Administraciones se embarcan en proyectos de innovación que afectan a la cultura interna. Pensemos, por ejemplo, en la implantación de modelos de trabajo basados en datos o en la revisión de trámites para simplificarlos. Son iniciativas que obligan a cuestionar prácticas asentadas durante años, revisar normas internas o redistribuir responsabilidades. El primer impacto suele ser desconcertante: preguntas sin respuesta inmediata, dudas razonables y cierta resistencia natural. Pero cuando la organización persevera, cuando sostiene el propósito a pesar del desgaste, los resultados emergen con claridad: decisiones más fundamentadas, servicios más comprensibles, una burocracia más humana y eficiente.
Forma parte del retorno diferido aceptar que habrá discusiones incómodas.
La innovación pública, si es honesta, exige confrontar visiones, poner sobre la mesa limitaciones estructurales y revisar, sin dramatismos, aquello que ya no funciona. No se trata de criticar por criticar, sino de crear espacios donde hablar de lo complejo sin miedo. La experiencia demuestra que estas conversaciones —aunque tensas— acaban siendo tremendamente valiosas. Son las que permiten despejar equívocos, alinear expectativas y diseñar soluciones que no serían posibles sin esa franqueza inicial. Lo que en un primer momento se vive como fricción, con el tiempo se revela como un elemento clave del proceso.
Cualquier persona que lleve años en la Administración reconocerá esta escena: un equipo debatiendo durante semanas sobre cómo rediseñar un servicio que afecta a múltiples departamentos. Las reuniones se alargan, surgen objeciones, cada unidad plantea sus condicionantes. No es un camino atractivo ni rápido. Pero cuando finalmente se alcanza un acuerdo pragmático, cuando la nueva solución se implanta y empieza a funcionar, todos perciben que la discusión mereció la pena. La innovación no nace de la complacencia, sino del contraste respetuoso entre miradas distintas.
También está todo aquello que no se cuenta, pero sin lo cual la innovación sería imposible. Las pequeñas renuncias diarias que sostienen cualquier cambio: dedicar horas a preparar documentación que casi nadie leerá, actualizar bases de datos que parecen interminables, formar a compañeros que ya acumulan demasiadas tareas, revisar un procedimiento por enésima vez hasta que encaje con la normativa. Estos gestos discretos no tienen glamour, no se exhiben en conferencias ni se incluyen en las memorias de gestión, pero representan el tejido real de la transformación administrativa.
La innovación pública se apoya más en constancia que en heroicidades.
Cuando una institución apuesta por la innovación, sabe que no obtendrá un titular inmediato. El retorno no se manifiesta en forma de grandes hitos visibles de un día para otro, sino en mejoras graduales y sostenidas: un ciudadano que ya no debe entregar un documento redundante, un procedimiento que antes ocupaba tres semanas y ahora se resuelve en tres días, un equipo técnico que colabora de manera más fluida, una información que se publica de forma proactiva y reduce consultas innecesarias.
Son avances modestos, pero acumulativos. Y es precisamente en esa acumulación donde reside el verdadero impacto.
La Administración es un ecosistema complejo que se mueve entre el corto plazo de las urgencias y el largo plazo de las políticas que deben perdurar. La innovación pública habita en esta tensión. Requiere visión estratégica, respaldo político, implicación profesional y una mínima estabilidad temporal. No es, por tanto, un ejercicio aislado, sino una forma de gestión que entiende que el verdadero valor no está en los resultados inmediatos, sino en construir capacidades que perduran más allá de cualquier mandato.
La innovación también genera un efecto reputacional interno. Cuando un equipo observa que un proyecto difícil finalmente produce beneficios tangibles, se refuerza la confianza en la capacidad transformadora de la institución. Se amplía el margen para seguir experimentando, probar nuevas metodologías, incorporar tecnología con sentido y mejorar la cooperación interdepartamental. La organización se vuelve más madura, menos temerosa del cambio y más consciente de que la incomodidad inicial forma parte del aprendizaje.
Al final, innovar en lo público es aceptar que los frutos no serán instantáneos, pero que llegarán. Es asumir que hacer las cosas bien exige tiempo, diálogo honesto y renuncias discretas. Es reconocer que la Administración no puede limitarse a reaccionar a los problemas, sino que debe anticiparlos, prepararse para ellos y diseñar respuestas que mejoren la vida de las personas a medio y largo plazo.
Quizá esta sea la lección más importante: la innovación pública no es un acto de fe, sino un ejercicio de responsabilidad. Y como toda responsabilidad, exige valentía. La valentía de sostener el largo plazo cuando las presiones del presente aprietan; de afrontar conversaciones difíciles sabiendo que construir acuerdos requiere escuchar más que hablar; de dedicar horas silenciosas a tareas ingratas que solo muestran su utilidad cuando todo empieza a funcionar mejor.
El retorno diferido no siempre se puede medir, pero se percibe. Está en la confianza renovada de los equipos, en la satisfacción de la ciudadanía, en la mejora gradual de los servicios y en la capacidad de la organización para adaptarse sin perder su sentido público. Y tal vez ahí resida la idea esencial: innovar es apostar por un futuro que aún no existe, pero que merece la pena construir.
Un saludo y nos vamos leyendo.
Borja.

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